Psicoanálisis del lobo estepario – Carlos Alberto Seguín
Comparto un artículo que publicara Carlos Alberto Seguín, sobre unos de los personajes más emblemáticos de era moderna: El Hombre Estepario
No debe sorprender, y no sorprende por supuesto a ningún psicoanalista, el que en la ficción del escritor se encuentre con claridad sorprendente toda la profunda problemática del espíritu humano. Hermann Hess, expresándose en una forma que se encuentra en el límite de la descripción de los sueños, nos, ofrece un magnífico ejemplo de cómo “las potentes fuerzas inconscientes se traducen en la obra de arte en descripciones de personajes, acontecimientos y estados de alma que, si se consideran a la luz de los conocimientos psicoanalíticos, nos ofrecen apasionantes versiones de ese palpitar inconsciente que encuentra su expresión a través de los llamados complejos.
El lobo estepario, el torturado personaje de HESSE, que deja, según el novelista, unas  notaciones en las que registrara la fantástica serie de experiencias de una época dé su vida, no hace, en realidad, sino expresar en forma estética lo que todos los hombres, ‘en todos los tiempos han sufrido, han sentido, han deseado o han temido.
El lobo estepario -HARRY HALLER- es un hombre de unos 50 años, que vive una existencia aislada y que registra en anotaciones una serie de acontecimientos que, aunque fantásticos, representan una reaIidad profunda, no solo del personaje hesseriano, sino de cada uno de los que viven la tragicomedia humana. Ya lo dice el autor mismo cuando, al explicar el porqué publica esas notas, expresa:
“Tendría escrúpulos de comunicarlas a los demás, si viera en ellas .únicamente las fantasías patológicas de un pobre melancólico aislado. Pero veo algo más: un documento de la época, pues la enfermedad de Haller es -hoy lo, sé- no la quimera de un individuo, sino la enfermedad del siglo mismo, la neurosis de aquella generación a la que Haller pertenece, enfermedad de la cual no son atacadas, sólo las personas débiles o inferiores, sino precisamente, las más fuertes, las espirituales, las de más talento”.
Nos atreveríamos, a decir que no es la de Haller la enfermedad de nuestro siglo. Es la enfermedad de todos los siglos y de todos los hombres; es la terrible problemática de los complejos primarios que jamás la humanidad ha podido resolver y que, posiblemente, no resolverá jamás.
Pero, acerquémonos a Haller, el lobo estepario. El mismo describe y comprende en parte su problema. A pesar de ser un ente aislado, de creerse asocial, no puede resignarse a abandonar el ambiente burgués en el que se ha criado. Lo dice (4):
“No sé cómo es eso, pero yo, el lobo estepario sin hogar, el enemigo solitario del mundo de la pequeña burguesía, yo vivo siempre en verdaderas casas burguesas. Esto debe ser un viejo sentimentalismo de mi parte. No vivo en palacios ni en casas de proletarios, sino siempre exclusivamente en estos nidos de la pequeña burguesía, decentísimos, aburridísimos e impecablemente cuidados, donde huele un poco a trementina y un poco a jabón y donde uno se asusta si alguna vez dan un golpazo al cerrar la puerta de la casa o si entran con los zapatos ,sucios”.
¿Qué es lo que ocurre a Haller que lo obliga a vivir en esa contradicción permanente? No es difícil responder; él mismo lo hace (5):
“Me gusta sin duda esta atmósfera desde los años de infancia y mi secreta nostalgia hacia algo así como un hogar me lleva, sin esperanza; una y otra vez por estos necios caminos. Así es, y me gusta también el contraste en el que está mi vida, mi vida solitaria, ajetreada y sin efectos, completamente desordenada, con este ambiente familiar y burgués”
Es que Haller está atado a su infancia. He aquí el nudo de su problemática existencia que, por otra parte, no es sino la problemática de todo ser humano, agudizada, como lo veremos, por las características de su personalidad. Él lo dice (6):
“Pero aunque yo sea un viejo y pobre lobo estepario, no dejo de ser al mismo tiempo hijo de una madre y también mi madre era una señora burguesa y cultivaba flores y cuidaba las habitaciones y la escalera, los muebles, las cortinas, y procuraba dar a su casa y a su vida tanta pulcritud, limpieza y honestidad como era posible”.
Pero no haríamos justicia a Haller si consideráramos que es esto sólo lo que convierte su existencia en una tragedia. Se ha dado a sí mismo el nombre de lobo estepario y se complace en imaginar que existen en él dos naturalezas diferentes: el hombre, culto, civilizado, enamorado del arte, especialmente de la música (Mozart, Bach, Haendel), y el animal primitivo y feroz, opuesto a toda -sociabilidad y listo a mostrar su naturaleza salvaje en cuanto puede liberarse del- dominio del ser civilizado.
Aquí nos encontramos con la viejísima dualidad del hombre y la bestia, Haller encuentra entre sí un “hombre”, esto es, un mundo de ideas, de sentimientos, de cultura, de naturaleza dominada y sublimada y a la vez encuentra allí al lado, también dentro de sí, un “lobo”, es decir, un mundo sombrío de fiereza, de crueldad, de naturaleza ruda, no sublimada. Harry, una vez más, no es en ello diferente a ninguno de los seres humanos. Existen en su ser el lobo y el hombre pero tienen para él características muy interesantes que explican, en parte, Ia tragedia desesperante de su vida.
HESSE nos da luego otra visión de este problema, que trataremos de comprender (7):
“Como todos los hombres, cree también Harry que sabe muy bien Io que es el ser humano, y sin embargo, no lo sabe en absoluto aún cuando lo sospecha con alguna frecuencia en sueños y en otros estados de consciencia difíciles de comprobar. Si no olvidara esas sospechas! ¡Si al menos se las asimilara en lo posible! El hombre no es de ninguna manera un producto firme y duradero (este fue, a pesar de los presentimientos contrapuestos de los sabios, el ideal de la antigüedad), es más bien un ensayo y una transición; no es otra cosa sino el puente estrecho y peligroso entre la naturaleza y el espíritu.  Hacia el espíritu, hacia Dios lo impulsa la determinación más íntima; hacia la naturaleza, en retorno a la madre, lo atrae el más íntimo deseo: entre ambos poderes vacila su vida temblando de miedo. Lo que Ios hombres la mayor parte de las veces, entienden bajo el concepto “hombre”, es siempre no más que un transitorio convencionalismo burgués. Ciertos instintos muy rudos son rechazados y prohibidos por ese convencionalismo; se pide un poco de conciencia, de civilidad y desbestialización, una pequeña porción de espíritu, no sólo se permite, sino que es necesaria. El “hombre” de esta convención es, como todo ideal burgués, un tímido ensayo de ingena travesura para frustrar tanto a la perversa madre primitiva Naturaleza como al molesto padre primitivo Espíritu en sus vehementes exigencias y logra vivir en un término medio entre ellos”.
He aquí un atisbo brillante, que nos lleva a penetrar profundamente en la tragedia del lobo estepario. La oposición irreconciliable de su vida, la bipolaridad angustiosa que lo desespera no es sino la de padre y madre. Para él, la imagen paterna es lo que llama Espíritu y la materna lo que llama Naturaleza. La primera lo inclina a todo lo que es cultura y elevación; hacia todo lo que lo aleje de la realidad y lo lleve a perderse en los mundos ideales en los que trató de vivir toda su existencia; la imagen materna, por otra parte, significa todo lo terreno, todo lo material, todo lo instintivo, todo lo que lo convertiría en un ser primitivo, en ese lobo estepario que teme y quiere. Lo dice claramente (8):
“Hay bastantes personas de índole parecida a cómo era Harry, muchos artistas principalmente pertenecen a esta especie. Estos hombres tienen todos dentro de sí dos almas, dos naturalezas; en ellos existe lo divino y lo demoníaco, la sangre paterna y la materna, Ia capacidad de ventura y la capacidad de sufrimiento, tan hostiles y confusos lo uno junto y dentro de lo otro como estaban en Harry el lobo y el hombre”.
Y luego:
“Entre los hombres de esta especie ha surgido el pensamiento peligroso y horrible de que acaso toda la vida humana no sea sino un tremendo error, un aborto violento y desgraciado de la madre universal, un ensayo salvaje y horriblemente desafortunado de la naturaleza. Pero también entre ellos es donde ha surgido la otra idea de que el hombre acaso no sea sólo un animal medio razonable, sino un hijo de los dioses, destinado a la inmortalidad”.
La tragedia de Harry Haller está, pues, en que durante toda su existencia ha querido identificarse con la figura paternal, polarizar toda su actividad, todas sus aspiraciones, sus deseos y sus actos hacia la sublimación, hacia la búsqueda de esa figura ideal, hacia la espiritualización, mientras que jamás, a pesar de sus esfuerzos, pudo conseguir el dominar la parte animal, instintiva, lobuna, que él asimila a la imago de la madre. Una vez más, no se trata solamente de la tragedia del lobo estepario, sino de la tragedia de todo ser humano. Es por eso que la obra tiene importancia; porque, como todas las contribuciones valiosas del arte, expresa simbólicamente los problemas de la humanidad. Harry no es sino un ser humano que trata de comprender, de analizar y de explicarse los problemas que acosan a todo hombre y que, muchas veces, en lugar de traducirse en tragedias filosóficas, se materializan en mutilantes síntomas neuróticos, o en, al parecer, incomprensibles invalideces somatiformes.
Pero, penetremos algo más en la urdimbre de la problemática del lobo estepario. No es, naturalmente, con esta expiación superficial y fácil como puede darse cuenta, de la angustia que lo, lleva hacia la desesperación y hacia el suicidio. Hay algo más, que también encontraremos familiar todos los que nos acercamos cuotidianamente a los hontanares del espíritu. Harry Haller admira la imagen paterna, con la que quiere identificarse, y se desespera ante la implacable tiranía de la imago instintiva materna que le impide el vuelo, pero, al mismo tiempo, está intensamente fijado a la segunda y tiene una resistencia agresiva, una tendencia violenta hacia la destrucción de la primera. La tragedia del lobo estepario está; precisamente; en que no puede polarizar su intencionalidad. Si lo consiguiera, su problemática habría sido superada, pero no es así: ama y admira a su padre, al mismo tiempo, lo odia y quisiera destruirlo; desprecia y tiende a huir de su madre, pero, al mismo tiempo, la desea y es atraída hacia ella con la irresistible fuerza de los procesos instintivos. Naturalmente, termina por caer en sus redes. El lobo estepario es una vez más, típicamente, el juguete de un característicamente intelectual izado complejo de Edipo.
No es difícil encontrar la confirmación de todo esto (9):
“Vemos cómo siente (Haller) dentro de sí fuertes estímulos, tanto hacia la castidad como hacia el libertinaje, pero a causa de alguna debilidad o pereza, no pudo, dar el salto en el insondable espacio vacío, quedando ligado al pesado antro materno de la burguesía”.
Es en el episodio central de la novela en el que encontramos ampliamente confirmadas nuestras suposiciones. Harry Haller, en un momento de desesperación en el que pensaba en el suicidio, se encuentra, en un cafetín, con una muchacha. Curiosamente, desde el comienzo, hay algo en ella que lo impresiona fuertemente (10).
“Al mirada, se me antojó que se parecía a Rosa Kreisler, la primera muchacha de la que yo me había enamorado siendo un mozalbete, pero aquella era morena y con el pelo oscuro. No, realmente no sabía yo a quién me recordaba esta extraña muchacha, solamente sabía que era algo de la lejana juventud, de la época de niño”.
Su nueva amiga lo trata realmente como una madre. Le ordenaba que obedezca y él lo hace con placer. Harry nos dice (11):
“Era muy bueno obedecer a alguien, estar sentado junto a alguien que lo interrogara a uno, le mandara y le riñera”.
Ella Ie pregunta su nombre:
“Cómo  te llamas? me preguntó de repente.
-Harry.
-¿Harry? ¡Un nombre de muchacho! Y un muchacho eres realmente, Harry, a pesar de las manchas grises en el pelo. Eres un muchacho y deberías tener á alguien que se ocupara un poco de ti”.
Y en otro momento, como un reproche (12): “Gracias a Dios que no soy tu madre”
Harry le cuenta un episodio que acaba de ocurrirle, que lo había desesperado y en el que había reaccionado violentamente. Cuenta que empezó a correr, quiso ir a su casa, pero “Allí no habrías  encontrado a la mamá que consolara o reprendiera al hijo incauto”, dice ella. “Está bien: Harry; casi me das lastima, eres un espíritu infantil sin igual”.
“Y verdaderamente me pareció comprenderlo así. Ella me dio a beber un vaso de vino. Me trataba, en efecto, como una verdadera madre.
Ese tratamiento es obvio algunas veces. Su amiga llega a observarle (13): “Pero a ti hay que decírtelo todo, niñito”. Ella le dice que duerma y, a pesar de su sorpresa (se encontraba en un bar bullicioso y su sueño había sido siempre liviano y difícil) (14):
“Dejé el cigarro delante de mí sobre, la mesa. ¡Cierra los ojos” me había dicho. Dios sabe de dónde tenía la muchacha esa voz; esa voz buena, algo profunda, una voz maternal. Era bueno obedecer a esa voz, ya lo había experimentado. Obediente cerré los ojos, apoyé la cabeza en la mano, oí zumbar a mi alrededor mil ruidos violentos, me hizo sonreír la idea de dormir en este lugar, decidí ir a la puerta del salón y echar una mirada furtiva por el baile -tenía que ver bailar a mi bella muchacha-, moví los pies debajo del asiento y hasta entonces no sentí cuán terriblemente cansado estaba del ambular errante horas enteras, y me quedé sentado. Y entonces me dormí en efecto, fiel a la orden maternal, dormí ávido y agradecido y soñé, soñé más clara y agradablemente de lo que había soñado desde hacía mucho tiempo”.
Harry Haller se siente, pues, de inmediato, atado a su amiga, dispuesto a obedécele incondicionalmente y a vivir para ella, aunque esa vida le significara la ruptura brutal con todas sus costumbres y sus maneras anteriores y lo condujera, inescapablemente, hacia su propia destrucción.
He aquí otro aspecto importante de la psicología de nuestro personaje. El lobo estepario se halla constantemente al borde del suicidio. Había algo que hacia él lo conducía y algunas veces pensaba que no podría resistir. Precisamente, la noche que conociera a Armanda, su amiga, no se había atrevido a volver a su casa por el temor de coger la navaja de afeitar y quitarse la, vida. Característicamente, desde que la encuentra, esa tendencia al suicidio, si no desaparece, por lo menos se convierte en el afán de seguir ciegamente los mandatos a Armanda, sabiendo subconsciente mente a dónde lo conducen.
HESSE se detiene a analizar esa tendencia al suicidio, que informa la existencia del lobo estepario. Para él no se trata de un impulso momentáneo sino de algo metido en la naturaleza misma de su protagonista. Dice (15):
“El suicida -y Harry era uno- no es absolutamente preciso que esté en una relación estrechamente violenta con la muerte; esto puede darse también sin ser suicida. Pero es peculiar del suicida sentir su yo; lo mismo da con razón que sin ella, como un germen especialmente peligroso, incierto y comprometido, que se considera siempre muy expuesto y en peligro, como si estuviera sobre el pico estrechísimo de una roca, donde un pequeño empuje externo o una ligera debilidad interior bastarían para precipitado en el vacío. Esta clase de hombres se caracteriza en la trayectoria de su destino porque el suicidio es para ellos el modo más probable de morir, al menos según su propia idea. Este temperamento, que casi siempre se manifiesta ya en la primera juventud y no abandona a esos hombres durante toda su vida, no presupone de ninguna manera una fuerza vital especialmente debilitada; por el contrario, entre los “suicidas” se hallan naturalezas extraordinariamente duras, ambiciosas y hasta hurañas. Pero así como hay naturalezas que a la menor indisposición propenden a la fiebre, así esas naturalezas, que llamamos “suicidas” y que son siempre muy delicadas y sensibles, propenden, a la más pequeña conmoción, a entregarse intensamente a la idea del suicidio”.
El significado de esta tendencia a la eliminación no es éste solo. Se hace claro si estudiamos detenidamente las manifestaciones del lobo estepario. Leamos estos párrafos (16):
“Lo que hemos dicho aquí acerca de los suicidas se refiere todo, naturalmente, sólo a la superficie, es psicología, esto es, un pedazo de física. Metafísicamente, considerada, la cuestión es de otro modo y mucho más clara, pues en este sentido los “suicidas” se nos ofrecen como los atacados del sentimiento de la individualidad, como aquellas almas para las cuales ya no son fin de su vida su propia perfección y evoluciones, sino su  disolución, tornando a la madre, a Dios, y al todo. De estas naturalezas hay muchísimas perfectamente incapaces de cometer jamás el suicidio real, porque han reconocido profundamente su pecado. Para nosotros, son, sin embargo, suicidas, pues ven la redención en la muerte, no en la vida; están dispuestas a eliminarse y entregarse, a extinguirse y volver al principio”.
“Como millares de su especie – (17) de la idea de que en todo momento le estaba abierto el camino de la muerte no sólo se hacía una trama fantástica melancólico-infantil sino que de la misma idea se forjaba un consuelo y un sostén. Ciertamente que en él, como en todos los individuos de su clase, toda conmoción, todo dolor, toda mala situación en la vida, despertaba al punto el deseo de sustraerse a ella por medio de la muerte”.
He aquí la explicación. Morir, para el lobo estepario, no es más que volver a la madre, retornar a ella de una manera definitiva, hundirse de nuevo en ella como si aún no hubiera nacido.
“Nacimiento – dice (18) – significa la desunión del todo, significa limitación,  apartamiento, penosa reencarnación”.
El suicidio es, pues, para Harry Haller la huída total y, al mismo tiempo, la satisfacción profunda de su más íntima urgencia instintiva: la vuelta hacia la madre.
No es, también característicamente, la del suicidio la única a forma de huida que el lobo estepario encuentra. Para él, como para muchos espíritus torturados por la realidad y que no pueden adaptarse a ella, había otra escapatoria, que menciona muy claramente (19):
“y, sin embargo, en lo más íntimo de mi ser comprendía perfectamente la llamada, la invitación a estar loco, a arrojar lejos de mí la razón, el obstáculo, el sentido burgués, a, entregarme al mundo hondamente agitada y sin leyes del espíritu de la fantasía”.
La locura, es bien sabido, es a veces otra forma de huída de la vida para gozar de la satisfacción íntima en esa fantasía que el lobo estepario desea. Pero, ¿qué cosa es lo que busca en la fantasía? También encontramos la respuesta en la novela que, paso a paso, va confirmando nuestras suposiciones.
Harry Haller busca en la fantasía la vuelta a la niñez. En la parte final de la obra, cuando él se encuentra en el teatro mágico”, toda su aspiración a retroceder a los primeros años de su vida es realizada (20):
“Nadaba yo mismo en esa felicidad honda, infantil, la fábulas”, dice. Y luego (21):
“i Ah -pensaba yo entretanto- ya puede sucederme lo que quiera; ya he sido yo también feliz por una vez; radiante, desligado, de mí mismo, un hermano de Pablo, un niño!”.
Esa vuelta a la niñez se la ofrece, claramente, Armanda. Ella 16 guía, le enseña, lo reprime y estimula al mismo tiempo. Es la representación clara de la madre que lo llena de urgencias reprimidas que favorece y hace manifestar. Sin embargo, y ello es digno denotar ahora, Armanda no llega a ser suya. Armada es su amiga, su maestra, su guía, pero no su amante. Por el contrario, es ella la que le envía a Maria para que cumpla la parte material de la satisfacción instintiva. Armanda estimula su aventura con María, la comenta maternalmente, pero, en ningún momento (ya comentaremos el final), le permite la menor familiaridad, familiaridad que, por otra parte, Harry Haller hubiera sido incapaz de intentar.
Armanda lo ha citado a un baile. Hay un momento en que la toma en sus brazos y comienza a danzar (22):
“También con ella bailé ahora más fácil, más libre y más alegremente, aún cuando no tan ingrávido y olvidado de mí mismo como con aquella otra. Armanda dejó que yo la llevara y se plegaba a mí delicada y suavemente, como la hoja de una flor, y también en ella encontré y sentía ahora todas aquellas delicias que unas veces venían a mi encuentro y otras se alejaban, también ella olía a mujer y a amor, también su baile  cantaba delicada e íntimamente la atrayente canción deliciosa del sexo, y, sin embargo, a todo esto no podía yo responder con plena libertad y alegría, no podía olvidarme y entregarme por completo. Armanda estaba demasiado cerca, era mi camarada, mi hermana, era mi igual, se parecía a mí, y se parecía a mi amigo de la juventud, Armando, el soñador, el poeta, el compañero de mis estudios y correrías espirituales.
He aquí claramente expresado el problema: A pesar de hallarse atraído hacia la figura de su amiga, a pesar de que significaba todo en su vida actual, Harry no puede sentirla como una mujer, no puede tener hacia ella las mismas actitudes que tuviera con María. Esto nos prueba aún más claramente el significado de la figura de Armanda. Si es la imago de la madre, es fácilmente comprensible la resistencia y la imposibilidad de entrega que describe tan claramente. Esa imposibilidad de entrega a una mujer quien, por otra parte, parece llenar  todas las necesidades afectivas y sensuales, es característica de las fijaciones edípicas y se manifiesta día tras día en los casos que, vemos desfilar ante la clínica.
Pero, hay algo más, y acabamos de verlo en la parte última: Armanda no es solamente la imagen de la madre. Es, además, la imagen de todo, lo que, es sexual, de todo lo que es prohibido, de todo lo que es instintivo, de todo lo que es “Ello”. Armanda se parece a Armando, un amigo de la infancia. Dice Harry (23):
“Sin haberla tocado siquiera, sucumbí a su encanto, y esa misma magia seguía en su papel; era un poco hermafrodítica”.
Pero, por supuesto, al lado de esa fijación a la imagen materna, se encuentra en Harry Haller el otro aspecto del complejo de Edipo: la oposición, Ia rivalidad, la hostilidad agresiva hacia la figura paterna. Hemos visto que esa figura está representada por todo lo espiritual, por lo cultural, por lo elevado. En algunos momentos se encarna en personajes como Goethe y Mozart, frente a los cuales Harry toma una actitud al mismo tiempo respetuosa y hostil, también característica de la actitud del niño frente a su padre. En el sueño qué tiene en el bar bullicioso -y que se produce precisamente después de haber hallado a Armanda- podemos ver mucho más. Helo aquí (24):
“Yo estaba sentado y esperaba en una antesala pasada de moda. En un principio solo sabía que había sido anunciado a un excelentísimo señor, luego me di cuenta de que era el señor Goethe, por quien había de ser recibido. Desgraciadamente no estaba yo allí del todo como particular, sino como corresponsal de una revista; esto me molestaba mucho y no podía comprender qué diablo me había colocado en esta situación. Además me inquietaba un escorpión, que acababa de hacerse visible y había intentado gatear por mi pierna arriba. Yo me había defendido desde luego del pequeño y negro animalejo y me había sacudido, pero no sabía dónde se había metido después y no osaba echar mano a ninguna cosa.
No estaba tampoco seguro de si, por equivocación, en lugar de Goethe, no había sido anunciado a Matthson, al cual, sin embargo, en el sueño confundía con Bürger, pues le atribuía las poesías a Molly. Por otra parte me habría venido al pelo un encuentro con Molly, yo me la imaginaba maravillosa, blanda, musical, occidental.
¡Si no hubiera estado allí sentado por encargo de aquella maldita redacción.  Mi mal humor por eso aumentaba a cada instante y se fue trasladando poco a poco también a Goethe, contra el que tuve de pronto toda clase de escrúpulos y censuras. ¡Podía resultar bonita la audiencia! El escorpión, en cambio, aún cuando peligros y escondido, quizás cerca de mí, acaso no fuera tan grave; pensé que podría ser presagio de algo agradable, me parecía posible que tuviese alguna relación con Molly, que fuera una especie de mensajero suyo o su escudo de armas, un bonito y peligroso animal heráldico de la feminidad y del pecado. ¿No se llamaría acaso Vulpius el animal heráldico? Pero en aquel instante abrió un criado la puerta y entré.
Allí estaba el viejo Goethe, pequeño y muy tiesecillo, y tenía, en efecto, una gran placa de condecoración sobre el pecho clásico. Aún parecía que estaba e gobernando, y que seguía constantemente recibiendo audiencias y controlando el mundo desde su museo de Weimar. Pues apenas me hubo visto, me saludó con un rápido movimiento de cabeza, lo mismo que un viejo cuervo, y habló solemnemente: ¿De modo que vosotros la gente joven estáis bien poco conformes con nosotros y con nuestros afanes?
-Exactamente -dije- y me dejó helado su mirada de ministro. Nosotros la gente joven no estamos, en efecto, conformes con Ud., viejo señor. Ud. nos resulta demasiado solemne, Excelencia, demasiado poco sincero.
El hombre chiquitín, anciano, movió la severa cabeza un poco hacia adelante, y al distenderse en una pequeña sonrisa su boca dura y plegada a la manera oficial y al animarse de un modo encantador, me palpitó el corazón de repente, pues me acordé de pronto de la poesía “Bajó de arriba la tarde” y de que este hombre y esta boca eran de dónde habían salido las palabras de aquella poesía. En realidad en aquel momento estaba yo totalmente desarmado y aplanado, y con el mayor gusto me hubiera arrodillado ante él. Pero me mantuve firme y oí de su boca sonriente estas palabras.
“Ah- ¿Entonces Uds. me acusan de insinceridad? ¡Vaya unas palabras! ‘¿No querría Ud. explicarse un poco mejor?
Lo estaba deseando.
-Ud. señor de Goethe, como todos los grandes espíritus, ha conocido y ha sentido perfectamente el problema, la desesperanza de la vida humana; la grandiosidad del momento y su miserable marchitarse, la imposibilidad de corresponder a una elevada sublimidad del sentimiento de otro modo que con la cárcel de lo cotidiano, la aspiración ardiente hacia el reino del espíritu que está en eterna lucha a muerte con el amor también ardiente y también santo a la perdida inocencia de la naturaleza, todo este terrible flotar en el vacío y en la incertidumbre, este estar condenado a lo efímero, a lo incompleto, a lo eternamente en ensayo y diletantesco, en suma, toda la falta de horizontes y de comprensión y la desesperación agobiante de la naturaleza humana. Todo esto lo ha conocido Ud. y alguna vez se ha declarado partidiario de ello, y, sin embargo, con toda su vida ha predicado lo contrario ha expresado fe y optimismo, ha fingido a sí mismo y a los demás una perdurabilidad y un sentimiento; a nuestros esfuerzos espirituales. Ud. ha rechazado y ha oprimido a los que profesan una profundidad, de pensamiento y a Ias voces de la desesperada verdad, lo mismo en Ud., en Kleist y en Beethoven. Durante decenios  enteros ha actuado como si el amontonamiento de ciencia y de colecciones, el escribir y conservar cartas y toda su dilatada existencia en Weimar fuera, en efecto, un camino para eternizar el momento, que en el fondo Ud. lo graba sólo momificar; para espiritualizar la naturaleza, a la que sólo conseguía estilizar en caricatura. Esta es la insinceridad que le echamos en cara.
Pensativo, me miró el viejo consejero a los ojos; su boca seguía sonriendo.
Luego, para mi asombro, me preguntó:
-¿Entonces&nbsp;<em>“La Flauta Encantad</em>a” de Mozart, le tiene que ser a Ud., profundamente desagradable?
Y, antes de que yo pudiera contestar, continuó:
-<em>La Flauta Encantada</em>&nbsp;representa la vida como un canto delicioso, exalta nuestros sentimientos, que son perecederos, como algo eterno y divino, no está de acuerdo con el señor Kleist ni con el señor Beethoven, sino que predica optimismo y fe.
-i Ya lo sé, ya lo sé! -grité furioso- ¡Sabe Dios por qué se le ha ido a ocurrir a Ud. La Flauta Encantada, que es para mí lo más excelso del mundo! Pero Mozart no llegó a los ochenta y dos años y en su vida privada no tuvo esas pretensiones de perdurabilidad, orden y almidonada majestad que Ud. No se dio nunca tan importancia. Cantó sus divinas melodías, fue pobre y murió pronto, en la miseria y mal conocido.
Me faltaba el aliento. Mil cosas se hubieran podido decir en diez palabras, empecé a sudar por la frente.
Pero Goethe me dijo con mucha amabilidad.
-El haber llegado yo a los ochenta y dos años puede que sea, desde luego, imperdonable. Pero el placer que yo en ello tuve, fue sin duda menor de lo que Ud. puede imaginarse. Tiene U. razón; me consumió siempre un gran deseo dé perdurabilidad, siempre temí y combatí a la muerte. Creo que luchar contra la muerte, el afán absoluto y, terco de querer vivir, es el estímulo por el cual han actuado y han vivido todos los hombres sobresalientes. Que al final hay, sin embargo, que, morir, esto, en cambio, mi joven amigo, lo he demostrado a los ochenta y dos años de modo tan concluyente como si me hubiera muerto siendo niño. Por si pudiera servir para mí justificación, aún habría que decir una cosa: en mi naturaleza ha habido mucho de infantil, mucha curiosidad y afán de juego, mucho placer en perder el tiempo. Claro, y he tenido que necesitar un poco más hasta comprender que ya era hora de dar por terminado el juego.
Al decir esto, sonreía de un modo tremendo, retorciéndose de risa. Su figura se había agrandado, habían desaparecido la quietura y la violenta majestad del rostro. Y el aire en torno nuestro estaba lleno ahora por completo de toda suerte de melodías, de toda suerte de canciones de Goethe, oí claramente la&nbsp;<em>Violeta</em>&nbsp;de Mozart, y el&nbsp;<em>Llenas el Bosque</em>&nbsp;y el&nbsp;<em>Valle de Schubert</em>. La cara de Goethe era ahora rosada y joven, y reía y se parecía ya a Mozart ya a Schubert, como si fuera su hermano, y la placa sobre su pecho estaba formada por flores campestres, una prímula amarilla se destacaba en el centro, alegre y plena.
Me molestaba que el anciano quisiera sustraerse a, mis preguntas ya mis quejas de una manera tan bromista y, lo miré lleno de enojo. Entonces se inclinó un poco hacia adelante, puso su boca muy cerca de mi oreja, su boca ya enteramente infantil, y me susurró quedo, al oído: Hijo mío, tomas demasiado en serio al viejo Goethe. A los viejos que ya se han muerto, no se los puede, tomar en serio, eso sería no hacerles justicia. A nosotros los inmortales no nos gusta que se nos tome’ en serio, nos gusta la broma. La seriedad, joven, es cosa de tiempo; &nbsp;se produce, esto por lo menos quiero revelártelo, se produce por una hiperestimación del tiempo. Yo también estimé demasiado en mis días el valor del tiempo, por eso, quería llegar a los cien años. En la eternidad, sin embargo, no hay tiempo, como ves: eternidad, es sólo un instante, lo suficientemente largo para una broma.
En efecto, ya no se podía hablar una palabra en serio con aquel hombre, bailoteaba para arriba y para abajo, alegre y ágil, y hacia salir a la prímula de su pecho como un cohete o la iba escondiendo hasta hacerla desaparecer. Mientras daba sus pasos y figuras de baile, hube de pensar que ese hombre, por lo menos, no había omitido aprender a bailar. Lo hacía maravillosamente. En aquel momento se me representó otra vez el escorpión, o mejor dicho Molly, y dije a Goethe: Diga Ud. ¿no está Molly allí? Goethe soltó una carcajada. Fue a su mesa, abrió un cajón, sacó un precioso estuche de terciopelo, lo abrió y me lo puso delante de los ojos. Allí estaba sobre el oscuro terciopelo, pequeña, impecable y reluciente, una minúscula pierna de mujer, una pierna encantadora un poco doblada por la rodilla, con el pie estirado hacia abajo, y terminando suavemente en punta en los más deliciosos dedos.
Alargué la mano queriendo coger la pequeña pierna que me enamorara, pero al ir a tocarla con los dedos, pareció que el minúsculo juguete se movía con una pequeña contracción, se me ocurrió de repente la sospecha de que éste podía ser el escorpión. Goethe pareció comprenderlo; es más, parecía como si precisamente hubiera querido y provocado esta profunda inquietud, esta brusca lucha de deseo y temor. Me puso el encantador escorpioncillo delante de la cara, me vio desearlo con ansiedad, me vio echarme hacia atrás con espanto hacia él; y esto parecía proporcionarle un gran placer. Mientras se burlaba de mí con la linda cosita peligrosa se había vuelto otra vez enteramente viejo, milenario, con el cabello blanco como la nieve, y su marchito rostro de anciano reía “tranquila y calladamente, por dentro de un humor impetuoso, con el insondable humorismo de los viejos”.
Tenemos, pues, un sueño. Un sueño que podemos estudiar valiéndonos de los conocimientos que el psicoanálisis nos ofrece.
La figura de Goethe es, indiscutiblemente, una figura paternal; figura que unas veces se confunde con las de Matthison y Bürger y otras con las de Schubert y Mozart, que, como habíamos dicho, representan, al mismo tiempo, la espiritualidad, la cultura, todo lo que para Harry encarnaba el padre. Frente a esa figura se encuentran los episodios que en el sueño traicionan la influencia instintiva en varias formas, predominando la homosexualidad y el complejo de Edipo. El escorpión que intenta gatear por su pierna y que se convierte, al final del sueño, precisamente, en una pierna de mujer, que él desea y teme; el recuerdo de Molly, aquella Molly “maravillosa, blanda, musical, occidental” de la que quiere apropiarse, quitándosela a la figura paterna (Bürger o Goethe) y muchos otros detalles sobre los que no podemos detenernos, dada la índole dé este trabajo.
Pero nuestro soñador está enojado con Goethe. Los reproches que en el sueño le dirige son los que, consciente o inconscientemente, dirigía a su padre. El, sabiendo de la realidad miserable del mundo, le enseñó, insinceramente, a enfrentarlo desde el punto de vista del ideal y de la creencia; no lo preparó para la vida real, sino para esa no práctica idealidad, que lo lleva al fracaso. Los sentimientos que Haller expresa en el sueño son claramente filiales: al lado de la rebelión, de la protesta, entre miedosa y decidida, hay la veneración, el respeto que en un momento lo obligan a pensar: “con el mayor gusto me hubiera arrodillado ante él”. Pero, es Goethe mismo el que le da el único consejo posible: “A los viejos que ya se han muerto no se les puede tomar en serio”. Y eso es lo que Haller no puede hacer. Está tan atado a los días de su infancia, que sigue tomando en serio “a los viejos que ya se han muerto” y hace así de su vida uña tragedia sin solución.
Pronto Goethe se cambia en una figura alegre y bailarina. Bailaba maravillosamente y nuestro sonador reconoce, admirado, esa cualidad. Si recordamos cómo el baile, por otra parte un símbolo onírico bastante conocido está ligado para nuestro personaje a la sexualidad, comprenderemos el alcance de este detalle.
La condecoración del pecho de Goethe se transforma en un conjunto de flores, entre las cuales se destaca una prímula amarilla. El simbolismo de esta prímula es también bastante claro. La parte última del sueño dice que hacía salir a la prímula de su pecho como un cohete o la iba escondiendo hasta hacerla desaparecer. No cabe duda respecto al significado fálico de esta flor, que completa el simbolismo.
Al final, es la figura paterna misma la que lo atrae y lo asusta con esa pequeña pierna de mujer, que es a un tiempo el escorpión, “un mensajero, un escudo de armas, un bonito y peligroso animal heráldico de la feminidad y del pecado”.
El sueño confirma, pues, claramente, nuestras suposiciones sobre la tragedia edípica del protagonista y nos proporciona, además, datos interesantes sobre sus problemas de fijación homosexual a la figura paterna. No queremos ir más allá en el análisis porque nos saldríamos de los límites que hemos puesto a este trabajo.
La novela culmina en una serie de escenas fantásticas que se realizan en un baile de máscaras. En él Harry experimenta por primera vez sensaciones que él mismo describe de la siguiente manera, (25):
“Yo no era yo; mi personalidad se había se había disuelto en el torrente de la fiesta como la sal en el agua. Bailé con muchas mujeres pero no era sólo aquella que tenía en mis brazos, aquella cuyo cabello me rozaba el rostro, cuyo aroma aspiraba, sino todas, todas las demás mujeres también que nadaban conmigo en el mismo salón, en el mismo baile, en la misma música, cuyas caras radiantes flotaban delante de mi vista como grandes flores fantásticas; todas me pertenecían, a todas pertenecía yo, todos participábamos unos de otros. Y hasta los nombres había que cortarlos también; también en ellos estaba yo: tampoco-ellos eran extraños a mí; su sonrisa era mía, sus aspiraciones mis-aspiraciones, y mis deseos los suyos”.
Todo psicopatólogo reconocerá aquí una descripción casi perfecta de un estado manía. En estos momentos el espíritu de Harry entraba en el torbellino irreal que iba a conducirlo hasta el fin de la novela a una serie de episodios fantásticos e interesantes que describen, casi clínicamente, cómo regresiona, vuelve hada atrás y revive todas las etapas instintivas inmaduras de su infancia.
Armanda, que había aparecido primero vestida de hombre y que le trajero reminiscencias de amigos de la juventud, se le acerca luego, ya vestida de mujer, y baila con él (26):
“En este baile abandonó Armanda su superioridad, su burla, su frialdad: sabía que ya no necesitaba hacer nada para lograr enamorarme. Yo era suyo. Ella&nbsp; se entregó en el baile, en las miradas, en los besos, en la sonrisa. Todas las mujeres de esta noche febril, todas aquellas con quienes yo había bailado, todas las que yo había inflamado, y las que me habían inflamado a mí, aquellas a las que, yo había solicitado y a las que me había plegado lleno de ilusión, todas a las que había mirado con ansias de amor, se fundieron y estaban convertidas en una sola y única que florecía en mis brazos”.
Aquí Harry expresa una verdad más profunda de lo que aparece a primera vista. En realidad, todas las mujeres de su vida no eran otra cosa que imágenes maternas hacia las que la atracción edípica lo llevaba.
Pero el placer prohibido que estaba experimentando, en brazos de Armanda fue interrumpido (27):
“En alguna parte, a una distancia y a una altura imprecisa, oí resonar una carcajada, una carcajada extraordinariamente clara y alegre, y, sin embargo, horrible y extraña, una risa como de hielo y sin cristal; luminosa y radiante, pero inexorable y fría. ¿De dónde sonaba conocida esa risa extraña? No podía darme cuenta”.
Harry se separa de Armanda y entra en el “teatro mágico” donde vive una serie de episodios reveladores de esa regresión instintiva a la que nos hemos referido.
En uno de ellos, lleno de un sadismo desesperado, Harry y un amigo se entretienen en matar a los conductores de todos los automóviles, gozándose en ver cómo las máquinas se estrellaban y destrozaban a sus ocupantes. En otro, una figura extraña le enseña cómo “reconstruir la personalidad”. No es cuestión más que de arreglar de una, manera diferente una serie de figurillas de ejedrez que representan los “personajes” que constituyen la realidad múltiple de su yo. Ese hombre dice una frase que vale la pena reproducir (28):
“Así como la locura, en un grado superior, es el principio de toda ciencia, así es la esquizofrenia el principio de todo arte, de toda fantasía”
Las escenas sádicas se siguen, ahora con caracteres orales. Un hombre -su propia imagen- conduciéndose como un lobo (29) “con los dedos y los dientes agarró a los animalitos que no cesaban de chillar, les sacó tiras de pellejo, y de carne, masticó haciendo muecas, su carne viva, y bebió con delectación, ebrio y cerrando los ojos de gusto, su sangre caliente”
Harry Haller posee luego a todas las mujeres de su vida. Vuelve a la niñez y vive con delectación los momentos de ella. Y llega la escena final que, en nuestra opinión, completa el simbolismo de la novela y confirma aún más nuestras suposiciones.
Harry abre la última puerta y encuentra a Armanda y a su amigo Pablo desnudos, durmiendo profundamente. Ve, debajo del pecho izquierdo de ella (30), “una señal redonda y reciente, como un cardenal, un mordisco amoroso de los dientes brillantes y bellos de Pablo”. Y “allí donde estaba la huella introduje mi puñal, todo lo larga que era la hoja”.
El simbolismo de esta acción tampoco puede prestarse mucho a dudas. Es por medio de ella que Harry culmina la posesión de Armanda, que habíase frustrado durante el baile. Pero posesión es, curiosamente, no sólo, penetración brutal y muerte, sino, precisamente, relacionada con el seno de esa mujer que, indudablemente, es la imago de la madre.
Harry queda inmóvil ante el cadáver, de su amada y, entonces, se abre la puerta y entra Mozart quien, después de una grotesca escena, le reprocha que ha hecho, con estas palabras (31):
“Acaso sería ya hora de que se diese Ud. cuenta de las consecuencias de su galantería hacia esta dama. ¿O querría Ud. Esquivar las consecuencias?
¡No! -grité- ¿Es que no comprende Ud. Nada? ¡Yo, esquivar las consecuencias! No anhelo otra cosa más que expiar, poner la cabeza debajo de la guillotina y dejarme castigar y destruir”.
Nuestro personaje se ofrece al castigo, la guillotina una claramente simbólica castración. Luego se ve en un “patio desmantelado entre cuatro paredes, con ventanas pequeñas de rejas; una guillotina automática bien cuidada”. Se realiza un juicio sumario y, cuando Harry desea que lo castiguen, cuando espera poner la cabeza en esa guillotina como, expiación de la terrible falta cometida, se encuentra con que los jueces pronuncian la sentencia (32):
“Nosotros, por ello condenamos a Haller al castigo de la vida eterna”.
Ante la desesperación de nuestro héroe, Mozart le dice:
“Merecería Ud. Ser condenado a la pena más grave de todas.
-¡Oh! ¿Y qué pena seria esa?
-Podríamos, por ejemplo, hacer revivir a la muchacha y casarlo a Ud. con ella.
-No; eso no estaría dispuesto. Habría una desgracia”.
Nos parece imposible dejar de ver en todo esto una versión interesante de la vieja tragedia edipiana. Harry Haller ama a su madre y, al poseerla, la mata creando, al mismo tiempo, su propia desgracia. La figura paterna lo acusa y lo lleva a la condena, pero la condena es también típicamente, la misma condena de Edipo: seguir viviendo, caminar por el mundo. Y el mismo Haller lo dice (33):
“empezar otra vez él juego, gustar sus tormentos otra vez, estremecerme de nuevo y recorrer una y muchas veces más el infierno de mi interior”.
Como lo habíamos anunciado al comienzo, hemos visto desfilar ante nuestros ojos, no la novela de un hombre ni la fantasía de un escritor, sino la realidad perpetua y terrible de la tragedia humana inescapable: la tragedia de Edipo, que nos persigue a través, de la leyenda, del arte y de la vida. Harry Haller es el Edipo de nuestros días. Como él mismo lo dice, su padre es el espíritu y su madre la naturaleza. Todos sus instintos lo llevan a fundirse con la segunda, a poseerla cuando se encarna en una figura que polariza su líbido y, por lo tanto, a volverse inconteniblemente contra el padre al que, a pesar de todo, admira y venera. Pero, como en la inmarcesible tragedia, la posesión de la madre trae como consecuencia la propia destrucción. Que el autor &nbsp;supo o intuyó todo esa nos lo prueba una frase que pone en boca de Mozart y que nos parece la más brillante confirmación, de nuestra tesis (34):
“Usted -dice Mozart al lobo estepario- ha hecho de su vida una horrorosa historia clínica.