La pasión anorexica por el espejo
Análisis de “La pasión anoréxica por el espejo”
Este texto analiza las complejidades de la anorexia a través de la teoría lacaniana del estadio del espejo, explorando cómo la imagen especular juega un papel crucial en la constitución del sujeto, especialmente en la mujer. A continuación, se resumen los temas principales y las ideas más importantes extraídas del texto:
- La imagen como constituyente del sujeto:
El autor explica la importancia del estadio del espejo en la formación del yo, destacando cómo la imagen especular no es un mero reflejo, sino un elemento “constituyente” del sujeto. La imagen externa, en lugar de ser “constituida” por un yo preexistente, “constituye” el ser del sujeto.
“Un punto clave de esta teorización es que la constitución del yo no se realiza a través de un puro reconocimiento dialéctico del otro como posición de lo Mismo, porque sin la función de exterioridad de la imagen especular el yo sería un simple vacío y no tendría existencia alguna.”
En la anorexia, esta función constituyente de la imagen se vuelve problemática. La imagen corporal se experimenta como autónoma y separada del cuerpo real, llevando a una lucha por controlar la imagen a expensas de la realidad corporal. El sujeto anoréxico busca borrar la dimensión pulsional del cuerpo, pero esta retorna en la forma de una imperfección percibida en la imagen.
- Repensando el estadio del espejo:
El autor propone repensar el estadio del espejo considerando la diferencia sexual. En la mujer, la imagen especular adquiere una mayor intensidad libidinal, ya que cubre un vacío simbólico asociado a la falta del falo. Esta falta genera una pasión particular por la imagen y una búsqueda incesante de la imagen idealizada en el espejo.
“Esta utilización clínica de la doctrina del estadio del espejo marca una sensibilidad particular de la mujer hacia la especularización de la imagen de su cuerpo. Si, en efecto, en el hombre la presencia del falo parece ofrecer un punto de sostén visible, representable, que lo protege del encuentro con el vacío, con la ausencia, con el no- tener de la castración real y hace que la relación del hombre con la imagen especular sea menos esencial, en la mujer, por el contrario, la imagen especular se yergue sobre un trasfondo de ausencia, viene a cubrir un vacío y, por tanto, se presta a ser un lugar sobre investido narcisistamente.”
- La clínica del espejo:
La clínica de la histeria revela una especularización incompleta en la mujer, que busca en otra mujer el complemento narcisista para completar su imagen. Esta dificultad para “tomar cuerpo” se manifiesta en el rechazo histérico del cuerpo y en la dificultad para asumir el semblante femenino.
“La histeria, concebida como efecto de una dificultad del sujeto femenino para “tomar cuerpo” en el momento de la constitución de la imagen narcisista, pone de manifiesto la serie de perturbaciones que esta dificultad entraña, entre las cuales podemos incluir también “el rechazo del cuerpo” como rasgo esencial de la histeria misma.”
- El desastre de la imagen:
En la anorexia, la relación con el espejo está marcada por una “escena primaria” traumática donde la mirada del Otro, en lugar de ser benévola, refleja desprecio o burla. Esta mirada invalidante se internaliza como un juicio superyoico sobre el cuerpo, llevando a una búsqueda obsesiva de la delgadez como intento de aplacar al superyó.
“Lo que Elisa, joven adolescente gravemente anoréxica, debe cubrir no es, pues, el espejo, sino la mirada superyoica del Otro. Mirada del superyó materno respecto al cual Elisa se siente “transparente”. En el fondo, la deformación de la especularización narcisista en la anorexia consiste en el hecho de que el espejo no ofrece al sujeto el soporte pacificador del ideal del yo, sino sólo la mirada cargada de reproches del superyó materno.”
- El cuerpo como fetiche y monstruo:
El ideal anoréxico del cuerpo delgado no busca encarnar el deseo del Otro, sino que opera como una forma de desconexión del mismo. El cuerpo se convierte en un fetiche que niega la castración o en un cuerpo-monstruo que rechaza al Otro y lo confronta con el horror de la muerte.
“En el primer caso -en el caso del cuerpo-delgado como fetiche- la desconexión del Otro se produce evocando una imagen de belleza que no va destinada al deseo del Otro porque se consuma precisamente en la supresión de las formas sexuales y eróticas del cuerpo, y por tanto en el cuerpo como lugar del placer, pero tampoco hace un llamamiento al amor porque, en ciertas formas graves de anorexia, la lúgubre “belleza” del cuerpo-delgado no espera nada del Otro, no demanda nada al Otro, no está a la espera de un signo, sino que goza de sí misma, goza de la imagen como imagen de una belleza macabra que deriva en lo absoluto de la muerte.”
El caso de Ellen West ilustra la lucha por mantener una imagen corporal “humana” frente a la amenaza de la “animalidad” y la “podredumbre”. Su suicidio representa la imposibilidad de escapar al horror de la Cosa, la dimensión real del cuerpo que la imagen no puede velar.
En conclusión, el autor ofrece una profunda reflexión sobre la anorexia a través del prisma del estadio del espejo, revelando la compleja interacción entre la imagen corporal, la diferencia sexual y la dinámica del deseo en la constitución del sujeto femenino.
La pasión anoréxica por el espejo
Por Massimo Recalcatti
- El carácter “constituyente” de la imagen
La teoría lacaniana del estadio del espejo se configura como una “encrucijada estructural” en la constitución del sujeto. Los pilares de esta teoría son conocidos: el cuerpo en fragmentos se reconstituye como una unidad formal e imaginaria sólo gracias a la función de la imagen especular del yo que, precisamente, brinda a lo real del cuerpo en fragmentos una solución formal de tipo ideal. Un punto clave de esta teorización es que la constitución del yo no se realiza a través de un puro reconocimiento dialéctico del otro como posición de lo Mismo, porque sin la función de exterioridad de la imagen especular el yo sería un simple vacío y no tendría existencia alguna. En otras palabras, no existe primero un yo ya constituido al cual correspondería, en un segundo momento, la tarea cognitivo-discriminatoria de reconocerse en la alteridad de la imagen reflejada en el espejo (en este caso el yo sería una imagen constituida y el reconocimiento especular representaría el refrendo dialéctico de esta constitución originaria). Más que “constituida”, aclara Lacan, la imagen en su exterioridad es constituyente” respecto al ser del sujeto.
De aquí la insistencia en el uso de expresiones como “presa”, “captura”, “aspiración”, “alienación” para caracterizar esta acción “constituyente” de la imagen sobre el ser del sujeto.
Subrayo este aspecto del estadio del espejo porque lo que enseña la clínica de la anorexia concierne precisamente a este factor constituyente de la imagen especular, desde el momento en que siempre encontramos, en la relación del sujeto anoréxico con la imagen de su cuerpo, la institución de esta misma imagen como una especie de existencia autónoma del sujeto, y por tanto “constituyente” en el sentido más fuerte del término.
En la anorexia, este factor “constituyente” de la imagen especular parece retornar en lo real, ante todo en la forma de una especie de independencia de la imagen respecto al cuerpo del sujeto. La imagen narcisista no forma el cuerpo, sino que más bien hace que aparezca aquello que en el cuerpo no puede reducirse a imagen, es decir el objeto (a) como ser del sujeto. En este sentido, lo que el sujeto anoréxico querría borrar de sí -la dimensión pulsional del cuerpo retorna del exterior en forma de una imperfección evidente de la imagen y como tal incorregible. En los fenómenos denominados disperceptivos, que caracterizan la relación del sujeto anoréxico con la imagen del propio cuerpo, no está, pues, en juego simplemente una “dificultad de aprendizaje” vinculada a una escasa aptitud del yo para la discriminación de los propios estados internos (percepción interoceptiva) a causa de una insuficiente diferenciación del yo de un “Otro” materno particularmente intrusivo que domina al niño con la propia neurosis en lugar de ayudarle a percibir sus propias necesidades, sino, sobre todo, la imposibilidad para el sujeto de simbolizar la dimensión real del cuerpo pulsional al encontrarse en ausencia de un soporte identificativo adecuado (el ideal del yo) que le oriente en esta tarea.
Los trastornos de las percepciones internas (hambre, saciedad, fatiga, frío…) y externas de sí (la imagen del propio cuerpo) típicas del sujeto anoréxico no atañen, pues, a una dificultad meramente cognitiva, sino a la dificultad de un sujeto, como es tendencialmente el anoréxico adolescente, con una identificación simbólica débil, para subjetivar lo real de la sexualidad.
Este retorno de aquello que no es simbolizado por el sujeto -el cuerpo como real sexual, como campo de goce- puede asumir distintos modos, que van desde el retorno alucinatorio de lo real del goce que agujerea la pantalla de la imagen provocando un colapso psicótico del sujeto hasta trastornos perceptivos más sutiles que indican alteraciones imaginarias menos determinadas estructuralmente.
Para Giulia, una joven anoréxica, la anorexia era un “dique” para defenderse de una amenaza que sentía “dentro de sí”. Mantenerse delgada era para ella un modo para no caer “prisionera” de su cuerpo, para no sentirse amenazada por su cuerpo, para “no crecer, para seguir siendo como una niña sin pecado”. El colapso psicótico se verifica a los dieciséis años después de una fiesta en la que un muchacho con una cazadora que lleva dibujadas unas águilas la corteja con decisión. Al día siguiente, Giulia se ve asaltada por alucinaciones de águilas negras que invaden la casa y le pican en el rostro hasta hacerla sangrar. Se refugia en el baño, donde, en cambio, es presa del terror de que estas águilas puedan aparecer reflejadas, en lugar de su imagen, por el espejo. Para no ver las águilas en el espejo, tapa este último con unas toallas. La anorexia propiamente dicha se produjo a continuación de este episodio como un intento de cicatrizar la fractura psicótica. La alucinación de las águilas fue reapareciendo sucesivamente cuando Giulia, ante el espejo, observaba que no estaba suficientemente delgada o, lo que es lo mismo, percibía las formas sexuales de su cuerpo. Criada en el seno una familia muy religiosa, al límite del fanatismo, Giulia vivió las transformaciones puberales de su cuerpo como una amenaza mortal. La “vida es una larga expiación” le recordaba siempre el padre, educador severo, seguidor de Schreber, que de niña la obligaba a besar los pies sangrantes del Cristo crucificado. La anorexia misma es para ella un modo de “estar tan delgada como un clavo”, de inmolarse como objeto de goce para realizar la locura superyoica del padre: ser una niña sin pecado, crucificada. El encuentro con el muchacho rompe esta composición de la niña sin pecado: Giulia no puede simbolizar su propio cuerpo como sexuado, sino que sólo en la alucinación de las águilas negras consigue hallar la marca del goce del Otro en forma de animal amenazador.
En Lucia, en cambio, la percepción de la imagen de su cuerpo es anormal: está en los huesos, pero no puede ver sino grasa que le hincha los muslos. Esta percepción tiene para ella, joven histérica, el estatuto de una evidencia fuera de discusión.
- Repensar el estadio del espejo
Como encrucijada estructural en la constitución del sujeto, el estadio del espejo, en su formulación clásica, prescinde de la diferencia sexual. Lo que sugerimos en estas notas tiene como trasfondo el problema de la posibilidad de repensar la especificidad del estadio del espejo respecto a la diferencia sexual en particular, en el campo de la sexuación femenina. Esta posibilidad nos viene aconsejada por la clínica de la anorexia, que es, a un tiempo, una clínica de lo femenino y una clínica en la cual la pasión por la propia imagen especular resulta absolutamente central. Pero ¿acaso no sería necesario repensar el estadio del espejo más allá de su momento inaugural, incluso en relación con la coyuntura de la adolescencia, que constituye un tiempo fundamental en el ajuste identificatorio de la imagen narcisista del sujeto?
Después de la “luna de miel” inicial, la pasión por el espejo se adormece en el niño hasta, en ocasiones, dar un vuelco hacia la posición contraria o extinguirse en una especie de indiferencia, o incluso de rechazo, frente al objeto-espejo, una vez superados los primeros años de vida. Si en el momento del goce jubiloso el espejo devolvía al niño su imagen ideal y por tanto permitía ofrecer a un cuerpo todavía a merced de una insuficiencia primordial (“discordancia primordial” escribe Lacan traduciendo de este modo la Hiljlosigkeit de Freud) un revestimiento narcisista adecuado, al mismo tiempo anuncia al sujeto el carácter irremediablemente enajenante de su constitución, es decir su “significación mortal”. Éstas son, como es sabido, las dos caras del drama del espejo: por una parte, la realización positiva, aunque fatalmente anticipada, de una identidad narcisista del yo y por otra la intrusión de una alteridad que, en lugar de suturar la grieta del sujeto muestra su estatuto irremediable. Dos caras que reencontramos en el contenido ambivalente que Freud asigna en Lo siniestro a la noción de “doble”: por una parte, es la presentificación de una especie de espejismo de permanencia del yo (“asegurador de la supervivencia”), por otra es la manifestación de la sumisión del sujeto a la muerte, sumisión evocada por el estatuto desdoblado, enajenado, dividido del sujeto mismo que encuentra en el doble al “siniestro mensajero de la muerte”.
La angustia anoréxica frente al espejo parece reflejar esta ambivalencia del “doble”: por una parte la aparición de la imagen del cuerpo delgado capta el goce narcisista del sujeto en la realización de una imagen ideal que parece escapar a la corrupción del tiempo (y de la castración), pero por otra esta imagen, al no realizarse jamás por completo (la imagen adolece siempre, en el delirio perceptivo de la anoréxica, de un exceso de carne) termina por evocar ese espectro de la muerte, de la contingencia y de la castración -de lo real como aquello que resquebraja el dominio narcisista- del que la misma quería huir.
Una franca recuperación del interés (ambivalente) por la propia imagen especular caracteriza el tiempo de la adolescencia. Se trata, si se quiere, de una especie de salida de la latencia de la pasión humana por el espejo. Esta salida de la latencia de la relación del sujeto con la imagen especular debe ponerse en conexión con las transformaciones puberales del cuerpo que demandan una rectificación de la imagen narcisista del sujeto. La relación con el espejo en la adolescencia puede asumir así el valor fundamental de una confirmación de la propia constitución narcisista frente a la irrupción de lo real de la pubertad. Asimismo, esta verificación puede acabar por exhi bir esa parte de lo real puberal -la realidad pulsional- que no puede ser especularizada de ningún modo. En este sentido el encuentro con el límite de la especularización narcisista puede transformar el espejo de objeto que ofrece un soporte identificatorio en un objeto que engendra angustia. No es casualidad que los trastornos dismorfofóbicos encuentren su terreno de abono precisamente en el período de la adolescencia, señalando la dificultad del sujeto para integrar entre sí el cuerpo como imagen narcisista (i(a)) y el cuerpo como ser pulsional, como lugar del sentimiento mismo de vida (a). Así, un joven paciente mío, al observarse al espejo después de una velada transcurrida entre amigos y animada por pequeñas transgresiones, no consigue ya reencontrar su “verdadero rostro”. En efecto, la imagen del “buen muchacho” que sostiene frente a la demanda del Otro paterno y materno parece perderse en el espejo, sustituida por la de un auténtico “desconocido”, en el sentido literal, puesto que él no reconocía los rasgos de su rostro.
También la actual escisión entre pubertad y adolescencia, donde la primera tiende a anticiparse cada vez más mientras la segunda se alarga en el tiempo, dando lugar así al fenómeno de la denominada “adolescencia prolongada” que surge precisamente por la problematización de la tesis de la “adolescencia como síntoma de la pubertad”, es un aspecto de esta dificultad de integración de los dos cuerpos -narcisista y pulsional-, que acusa la declinación histórico-social del Otro contemporáneo, es decir, de un Otro que no ofrece ya recursos de identificación suficientes para simbolizar el suceso puberal. El mismo fenómeno actual de los cutters es otro indicador de esta dificultad, puesto que la proliferación de los cortes reales en el cuerpo entre los jóvenes (grabados, tatuajes, piercing, mutilaciones de partes del cuerpo) parece ser un efecto de la ausencia de un corte simbólico socialmente reconocible y ritualizado colectivamente.
De una forma más radical, ciertos fenómenos que oscilan desde la dismorfofobia hasta una percepción alucinatoria propiamente dicha se encuentran presentes regularmente en la clínica de la anorexia.
- Una clínica del espejo
En la clínica de la histeria tal como la formula Lacan en El psicoanálisis y su enseñanza encontramos un empleo de la doctrina del estadio del espejo que no duda en introducir en la misma la perspectiva de la diferencia sexual. La clínica de la histeria se formula aquí a partir de una especie de organización defectuosa del estadio del espejo: la histérica padece una especularización incompleta de la propia imagen, que mantiene en suspenso su interrogante sobre el ser hombre o mujer. Por este motivo, ella busca en la otra mujer el compañero narcisista adecuado para llevar a término este proceso; la “otra mujer” ocupa, en otras palabras, la posición de un otro real que debe poder brindar al sujeto un suplemento especular que consienta realizar la culminación de la especularización narcisista de la propia imagen. La otra mujer, el otro real, ocupa el puesto de la imagen especular idealizada. A través de la misma, el sujeto contempla, como Dora admiraba extasiada la imagen soñadora de la virgen, el misterio de la feminidad, “pues es en ese más allá donde llama a lo que puede darle cuerpo, y eso por no haber sabido tomar cuerpo más acá”.
Esta utilización clínica de la doctrina del estadio del espejo marca una sensibilidad particular de la mujer hacia la especularización de la imagen de su cuerpo. Si, en efecto, en el hombre la presencia del falo parece ofrecer un punto de sostén visible, representable, que lo protege del encuentro con el vacío, con la ausencia, con el no tener de la castración real y hace que la relación del hombre con la imagen especular sea menos esencial, en la mujer, por el contrario, la imagen especular se yergue sobre un trasfondo de ausencia, viene a cubrir un vacío y, por tanto, se presta a ser un lugar sobre investido narcisistamente. La clínica del ravissement, por ejemplo, es una clínica del cuerpo femenino (no inscrito totalmente en la lógica del goce fálico) que indica los efectos (de desorientación, de éxtasis, de separación, de caída, de vaciamiento, de ausentificación) que puede inducir en la relación del sujeto con el propio cuerpo la irrupción de ese vacío fundamental recubierto por la mascarada femenina. Cuando, en efecto, el ser es desenmascarado, cuando la máscara cae, encontramos en el lado del hombre el efecto paradigmático del horror neurótico frente a la vagina como encarnación de esta ausencia de fondo del cuerpo de la mujer y como presentificación del carácter ilimitado y angustiante de su goce, mientras por el lado de la mujer puede producirse una estratificación de vivencias que oscilan transclínicamente desde el surgimiento de una desnudez no especularizable como pura carne que repugna (histeria) hasta la des valorización fálica del propio cuerpo (depresión), desde la putrefacción del cuerpo hasta la aparición de la muerte misma, desde la despersonalización dismorfofóbica a la pérdida tout court (estática, terrorífica y paralizante o incluso absolutamente indiferente) del vínculo con el propio cuerpo.
Para la mujer, la imagen especular funciona de por sí como una máscara primera y fundamental que recubre su no-tener fálico. De aquí la distinta intensidad libidinal del investimiento ante el espejo y, más en general, el valor que la imagen estética del cuerpo adquiere en la mujer respecto al hombre.
En efecto, la doctrina del estadio del espejo como “encrucijada estructural” no debe impedir por una parte, poder captar las sucesivas escansiones que pueda caracterizar el encuentro con la propia imagen especular (queda por construir, como se ha dicho, una teoría del estadio del espejo del pasaje adolescente), ni por la otra, poder pensar en sus diferentes declinaciones según la sexuación del sujeto.
La histeria, concebida como efecto de una dificultad del sujeto femenino para “tomar cuerpo” en el momento de la constitución de la imagen narcisista, pone de manifiesto la serie de perturbaciones que esta dificultad entraña, entre las cuales podemos incluir también “el rechazo del cuerpo” como rasgo esencial de la histeria misma. En él no se expresa solamente el rechazo del dominio imaginario del falo -el rechazo histérico de la Ley del Amo-, sino también la dificultad más estructural de la mujer para acceder a la asunción del semblante femenino que, como sabemos, cubre el vacío de la ausencia del falo. La exasperación contemporánea de comportamientos masoquistas que convierten el cuerpo femenino en un blanco de auto agresiones continuas (pequeñas lesiones, pincharos, cortes, quemaduras, etc.) indica una posible declinación del rechazo histérico del cuerpo, la cual, en el ultraje a la forma estética del cuerpo que el mismo comporta, exhibe la existencia de una dificultad añadida en la declinación femenina del estadio del espejo: ¿cómo especularizar aquello que no existe? ¿Cómo especularizar una ausencia simbólica? ¿Con qué imagen recubrir la no-existencia de La mujer?
Esta dificultad engendra la pasión específica de la mujer por el espejo, pasión que había reclamado la atención del mismísimo Freud en Introducción al narcisismo cuando señalaba que la dificultad de la mujer para acceder al denominado amor anaclítico (“elección por apuntalamiento”) se debía al apego excesivo de la mujer para con su propia imagen. En realidad, en la contemplación de la propia imagen la mujer parece rebuscar en el espejo la respuesta al enigma de feminidad (en efecto, el espejo es un objeto que preserva el misterio de un ser Otro respecto a sí mismo), puesto que desde el punto de vista simbólico lo que se encuentra es sólo la ausencia de un significante que, más allá del metro fálico, sea capaz de nombrar al Otro sexo.
- Ravage de la imagen
En las historias de sujetos anoréxicos se detecta frecuentemente un desastre vinculado míticamente a la relación del sujeto con el espejo. Este ravage de la imagen suele situarse históricamente como una especie de “escena primaria” en la cual el sujeto ante el espejo, en lugar de encontrar la mirada benévola del Otro,-es decir, de poderse mirar desde ese punto, el punto desde el cual el sujeto puede verse como amable, el punto donde Lacan hace surgir el Ideal del yo en el esquema del jarrón de flores invertido-, encuentra una mueca de escarnio o de desprecio. Esta mueca se fija en el sujeto como una imagen indeleble que invalida su especularización narcisista dejándola, por así decirlo, en una especie de estado de suspensión.
El desencadenamiento de la anorexia que puede verificarse en el transcurso de la pubertad –cuando la relación del sujeto con la imagen de su cuerpo ante el espejo sale de su latencia- es como si significase retroactivamente esa mueca del Otro como juicio superyoico sobre el cuerpo como campo abordado por un goce excesivo y engorroso.
Olieventstein ha teorizado para la infancia del toxicómano una especie de estadio del espejo desorganizado donde, en lugar de restituir al sujeto una imagen unificada de sí, el espejo se resquebraja y puede devolver al sujeto, en un flash dramático, tan sólo una imagen fragmentada e incompleta de sí mismo. La droga se convertirá entonces en algo así como un cemento añadido con el que tratar de rellenar el vacío que separa para siempre al toxicómano de la fusión totalizadora, del mito de una unidad de ser que precedía a la rotura del espejo y que se da ya por perdida de forma irreversible.
En relación con la tesis del “espejo resquebrajado” como colapso de la especularización subjetiva del toxicómano, la hipótesis de la escena primaria de la anorexia vinculada a una “mueca superyoica del Otro” no llega a anular el ser del sujeto, pero revela una imperfección narcisista, una rebaba o una deformación, más que un colapso, de la especularización. No ya, pues, un vacío narcisista, sino una distorsión, un rechazo, un juicio despectivo, una invalidación que desencadena, más que una rotura del espejo, una dimensión tendencialmente persecutoria de la imagen. El espejo que la anoréxica contempla con angustia le devuelve, en efecto, una imagen de sí misma siempre imperfecta, desfasada, excesiva, desproporcionada, inadecuada, indigna; restitución de una negatividad que encuentra su origen mítico no ya en el vacío del espejo (como en el caso del toxicómano), sino en la mirada del Otro que, lejos de rubricar el reconocimiento del sujeto, lo invalida, marcando en la mueca aquello que no marcha, que no resulta adecuado, la imperfección de la imagen o incluso su absoluta ajenidad.
Es éste el drama de Elisa cuando relata su escena primaria ante el espejo:
Cuando me miro al espejo me odio. A veces el asco por mi cuerpo es tan fuerte que quisiera partirme en pedazos. Pero lo que veo en la grasa es siempre la mirada cargada de reproches de mi madre, cuando de niña me conducía ante el espejo y me regañaba porque había engordado, gritando: “¡Tú no eres mi hija!”.
Lo que Elisa, joven adolescente gravemente anoréxica, debe cubrir no es, pues, el espejo, sino la mirada superyoica del Otro. Mirada del superyó materno respecto al cual Elisa se siente “transparente”. En el fondo, la deformación de la especularización narcisista en la anorexia consiste en el hecho de que el espejo no ofrece al sujeto el soporte pacificador del ideal del yo, sino sólo la mirada cargada de reproches del superyó materno.
El odio por la propia imagen transforma así el cuerpo en un blanco masoquista. El único modo que parece encontrar Elisa para tratar lo real en exceso del cuerpo pulsional que la pubertad comporta es el de su marcirización: cortes, golpes, privaciones de todo género, quemaduras, depilaciones dolorosísimas. Elisa se sentía obligada a realizar todas estas operaciones como presa en una repetición silenciosa que la anclaba al encuentro traumático con el rechazo materno de su imagen: “¡No eres mi hija!”. Expulsión del deseo del Otro que se transformó en Elisa en un empuje hacia la muerte. El desencadenamiento repentino y dramático de su anorexia tuvo lugar, de hecho, cuando, después de enamorarse por primera vez de un muchacho, éste le dijo de modo brusco e imprevisto: “No vayas a creer que significas algo para mí. ..”. El fracaso de esta iniciación amorosa expone nuevamente a Elisa a la mueca expulsiva del Otro. Elisa decidirá entonces encarnar ella misma el objeto perdido para provocar de esta forma una respuesta en el Otro ante el riesgo de su desaparición. En efecto, decidirá, como ella misma me diría, “adelgazar hasta desaparecer” para comprobar si el Otro puede perderla realmente y a través de este fantasma de muerte desafiar el deseo del Otro, puesto que, como señala Lacan, el fantasma de la propia muerte es lo que orienta de forma primaria la demanda de amor del sujeto respecto al Otro.
- El cuerpo-delgado como fetiche y el cuerpo-monstruo como aparición de la Cosa.
La imagen femenina del cuerpo delgado se ha convertido ya en un icono social. Pero la pasión anoréxica por el espejo no se limita a reproducir esta carrera colectiva y anónima hacia el ideal asexuado (o unisex) del cuerpo-delgado. El ideal del cuerpo delgado no coincide para la anoréxica con el empuje a encarnar el significante del deseo del Otro porque la anorexia contemporánea, contrariamente a la histeria, parece haber roto con el Otro; se mantiene incluso, respecto al Otro, en una abierta oposición, llegando a transformar, radicalizándolo, el rechazo histérico del cuerpo en un rechazo del Otro como tal. Expresión de este rechazo son tanto la imagen anoréxica del cuerpo delgado como fetiche de la belleza como la del cuerpo monstruo como aparición de la Cosa. Ambas imágenes no están en relación con el deseo del Otro, sino que operan más bien en el sentido de una desconexión del Otro.
En el primer caso -en el caso del cuerpo-delgado como fetiche la desconexión del Otro se produce evocando una imagen de belleza que no va destinada al deseo del Otro porque se consuma precisamente en la supresión de las formas sexuales y eróticas del cuerpo, y por tanto en el cuerpo como lugar del placer, pero tampoco hace un llamamiento al amor porque, en ciertas formas graves de anorexia, la lúgubre “belleza” del cuerpo-delgado no espera nada del Otro, no demanda nada al Otro, no está a la espera de un signo, sino que goza de sí misma, goza de la imagen como imagen de una belleza macabra que deriva en lo absoluto de la muerte. El valor de intercambio se impone aquí sobre el de uso de manera ejemplar: la inquietante belleza del cuerpo anoréxico sustrae al cuerpo del goce del cuerpo del Otro y lo descubre como puro fetiche, como artificio para la negación de la castración (mientras la solución femenina consiste en poder sostener la encarnación del fetiche esencial en el fantasma masculino).
En el segundo caso -en el caso del cuerpo-monstruo- la desconexión del otro tiene lugar rechazando literalmente al Otro, arrojándolo a la angustia. Este exhibicionismo del horror rompe más abiertamente con el fantasma fundamentalmente fetichista del hombre porque declara el rechazo absoluto a asumir el semblante de la feminidad, a consentir su degradación a objeto parcial del goce fálico del Otro. El cuerpo-monstruo parece más bien querer evocar lo que se oculta bajo la mascarada femenina. Se trata de un pasaje al acto del cuerpo que eleva a la superficie aquello que en cambio debería permanecer velado, es decir, el horror obsceno de la muerte. De este modo, como hemos visto en el caso de Elisa, la anoréxica realiza el “fan tasma de muerte” como fantasma fundamental del ser humano al identificarse al objeto que puede desaparecer, que se encuentra en el umbral incierto entre la vida y la muerte. El sujeto se reduce a objeto-cadáver para empujar a su Otro a la angustia. El cuerpo como objeto (a) sube al escenario presentificando aquello que la imagen narcisista (i (a)) tiende en cambio a velar. El goce del sujeto es aquí el -típicainente perverso- de capturar la mirada angustiada del Otro.
En la exasperación anoréxica de la privación volvemos a encontrar este aspecto radical de la posición masoquista: reducirse a objeto, gozar con esta reducción, exhibición del esqueleto como aguello que, presentificando la muerte, revela el carácter inconsistente de la mascarada fálica. El mismo fenómeno puede encontrarse en la clínica de la obesidad, donde al deformar la forma narcisista del cuerpo, al mostrar el cuerpo gordo como cuerpo “inhumano”, como un cuerpo-basurero contenedor de desechos, el sujeto obeso se expone como una masa obscena de carne privada de cualquier valor estético. La dimensión apolínea de la forma (la idea de la delgadez como forma de la belleza alimentada por la industria de la moda) no pro tege ya ante el caos informe de lo dionisíaco; el ser de la Cosa se manifiesta entonces directamente, sin la pantalla de la imagen, como cuerpo-cadáver, cuerpo-despojo, cuerpo-monstruo.
Desde este punto de vista, podemos tomar el caso de Ellen West corno una especie de paradigrna. En efecto, todo su drama subjetivo consiste en el intento de impedir, a través de la elección anoréxica, que salga a la superficie del cuerpo-imagen este cuerpo desecho, del objeto (a) que constituye la dimensión real, no especularizable y no simbolizable del cuerpo viviente. De aquí su tormento y su lucha desesperada para no dejar que se degrade la forma humana de su cuerpo -para Ellen la delgadez es significante de la humanidad, y por tanto de la dignidad simbólica del cuerpo- hasta el nivel obsceno e insoportable de la más bruta animalidad. Cuando se golpea frente al espejo es porque la imagen de su cuerpo delata, en su exceso de grasa, su precipitarse hacia el mundo animal de la “brama”. El sentimiento de vida no va asociado al cuerpo, sino que se disocia del cuerpo: “es odioso -escribe- existir en el cuerpo”, precisamente porque el cuerpo es para Ellen “podredumbre”, “ser no espiritual”, “gusano de la tierra”, puro objeto-despojo. En esto encuentra ella una verdad de la estructura, pero la encuentra psicóticamente, sin velos. La Cosa aparece en todo su horror. Más concretamente, el detonante que rompe la pantalla narcisista de la imagen del cuerpo-delgado como cuerpo-etéreo, puramente espiritual, como cuerpo exento de carne, como cuerpo-incorpóreo, pacificado por lo simbólico, es la voracidad bulímica que se apodera de Ellen West como una fiera que se lanza a plomo sobre su presa, o bien como un empuje acéfalo de la pulsión que procede superyoicamente del Otro y que no puede producir una auténtica división del sujeto -como ocurre en cambio en la anorexia neurótica en la que la bulimia puede asumir un valor sintomático-, sino sólo la angustia del sujeto de sentirse anegado por un goce extranjero y maligno respecto al cual no cabe otra solución, para separarse, que no sea el suicidio: “La obsesión de tener que comer siempre se ha convertido en la maldición de mi vida, me persigue en el sueño y en la vigilia, está presente en todo lo que hago como un espíritu maligno y no puedo rehuirla en ningún momento, en ningún lugar. .. Yo no puedo encontrar una liberación -si no es en la muerte”.